Una avanzada del reino - Страница 5


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—Uno de los que ha ascendido —dijo—, es Cayo Julio Flavilo.

El nombre no me decía nada.

—Cayo Julio Flavilo, mi señora, ha ocupado el puesto de Tercer Flamen. Ahora él es Primer Tribuno. Lo que supone un considerable ascenso, como puedes imaginar. Sucede que Cayo Flavilo es un hombre de Tarraco, como el emperador y como yo mismo. Es primo de mi padre y ha sido mi protector a lo largo de toda mi carrera. Los mensajeros han estado durante estas semanas de aquí para allá, entre Venecia y Roma, y yo también he sido ascendido, según parece, por gracia especial del nuevo tribuno.

—Ascendido —repetí sardónicamente.

—Así es. He sido transferido a Constantinopla, donde seré el nuevo procurador. Es el puesto administrativo más alto en el anterior Imperio Oriental. —Sus ojos emitían destellos de autosuficiencia. Pero entonces cambió su expresión. Vi en él una especie de tristeza, de ternura.

—Señora, debes creerme cuando te digo que he recibido las noticias con una mezcla de sentimientos, y no todos ellos placenteros. Es un gran honor para mí, y sin embargo, no habría abandonado Venecia tan rápidamente por decisión propia. Apenas hemos empezado a conocernos el uno al otro y ahora, lamentándolo inmensamente, hemos de separarnos.

Tomó mis manos. Parecía estar casi al borde de las lágrimas. Su sinceridad parecía real; si no era así, era mejor actor de lo que yo sospechaba.

Algo parecido a la consternación me invadió.

—¿Cuándo partes? —le pregunté.

—En tres días, señora.

—Vaya, tres días.

—Tres días muy ajetreados.

«Siempre me puedes llevar contigo a Constantinopla —me sorprendí pensando—. Seguramente habría espacio para mí en alguna parte del enorme palacio del antiguo basileo, el que ahora será tu hogar.»

Pero, naturalmente, eso nunca sería posible. Un romano que medraba tan rápidamente como él lo estaba haciendo nunca querría cargar con una esposa bizantina. Una amante bizantina, quizá. Pero él ya no necesitaba amantes de ninguna clase. Ahora le había llegado el momento de contraer un buen matrimonio y acometer el próximo escalafón de su ascenso. El sillón de procurador en Constantinopla no le duraría mucho más tiempo que su proconsulado en Venecia. Su destino lo conduciría de regreso a Roma antes de que pasara mucho tiempo. Sería un flamen, un tribuno, quizá Pontífice Máximo. Si jugaba bien sus cartas, algún día podría ser emperador. Entonces, yo quizá sería llamada a Roma para revivir viejos tiempos. Pero no volvería a verle antes de eso.

—¿Puedo quedarme esta noche contigo? —preguntó, con un extraño nuevo matiz de duda en su voz; como si pensara que yo podía rechazarlo.

Naturalmente no lo rechacé. Habría sido grosero y mezquino. De todas formas yo lo deseaba. Sabía que aquélla sería la última oportunidad. Fue una noche de vino y poesía, de lágrimas y risas, de éxtasis y extenuación.

Y después se marchó, dejándome sumida en mi mezquina pequeña vida provinciana, mientras partía hacia Constantinopla y la gloria. Una gran procesión de góndolas lo siguió por el canal cuando se dirigió hacia el mar. Un nuevo procónsul romano, decían, llegaría a Venecia en cualquier momento.

Falco me hizo un regalo de despedida: las obras de Esquilo en un volumen bellamente encuadernado hecho con la imprenta, uno de esos inventos de los que en Roma se sienten tan orgullosos. Mi primera reacción fue de desdén por darme algo hecho a máquina en lugar de un manuscrito. Pero después, como me había ocurrido tantas veces durante los días de mi relación con ese complicado individuo, me vi obligada a reconsiderar mi reacción, a admirar lo que a primera vista me había parecido basto y vulgar. El libro era hermoso a su manera. Más que eso: era el signo de una nueva era. Negar esa nueva era o darle la espalda sería una estupidez.

De manera que he aprendido de primera mano lo que es el poder de Roma y la insignificancia de la antigua grandeza. Nuestra encantadora Venecia fue sólo un apeadero para él. Como lo será la Constantinopla de grandeza imperial. Había sido una poderosa lección. Mediante mi propia experiencia, había comprendido lo que eran Roma y los romanos; y ahora veo, como nunca antes podía haberlo visto, que ellos lo son todo, y nosotros, refinados y elegantes como puede que seamos, no somos nada en absoluto.

Subestimé a Quinto Pompeyo Falco en todo momento; de la misma manera había subestimado su raza. Como todos nosotros lo hicimos, gracias a lo cual ellos recuperaron el poder sobre el mundo, o la mayor parte de él, y nosotros en cambio sonreímos y nos inclinamos y esperamos su gracia.

Me ha escrito en varias ocasiones, de manera que debo de haberle causado una fuerte impresión. Habla con cariño, si bien con cautela, sobre nuestros momentos juntos. Sin embargo, no dice nada acerca de que le haga una visita en Constantinopla.

Pero a pesar de ello, quizá se la haga uno de estos días. O quizá no. Todo depende de cómo sea el nuevo procónsul.

Título original: Roma Eterna

Traducción de Emilio Mayorga

Primera edición: octubre de 2006

© Agberg, Ltd., 2003

© Ediciones Minotauro, 2006

Avda. Diagonal, 662-664, 6. planta. 08034 Barcelona

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Todos los derechos reservados

ISBN-13: 978-84-450-7610-1 ISBN-10: 84-450-7610-8

Depósito legal: B. 31343-2006

Fotocomposición: Anglofort, S. A.

Impresión: A & M Gráfic, S. L.

Impreso en España

Printed in Spain

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