Una avanzada del reino - Страница 3


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—¿AEgyptus… Nova Roma… —Sacudí la cabeza—. ¿Así que ha estado en todas partes?

—Sí, prácticamente sí —dijo riéndose—. Los hombres que servimos a Flavio César estamos cada vez más acostumbrados a los grandes viajes. Mi hermano ha estado en Catay y las islas de Cipango. Mi tío se adentró mucho en África, muy al sur, más allá de AEgyptus, hasta las tierras donde moran los hombres vellosos. Es una edad de oro, mi señora. El Imperio extiende vigorosamente su dominio a todos los rincones del mundo. —Entonces sonrió, se inclinó, acercándoseme, y preguntó—: ¿Y usted? ¿Ha viajado usted mucho?

—He estado en Constantinopla —dije.

—Ah, la gran capital, sí. Me detuve allí, de camino a AEgyptus. Las carreras en el hipódromo… no hay nada igual, ¡ni siquiera en la ciudad de Roma! Vi el palacio real. Desde fuera, naturalmente. Se dice que tiene muros de oro. No creo que ni siquiera la morada de César pueda igualarlo.

—Yo estuve una vez dentro, cuando era una muchacha. Quiero decir, cuando el basileo todavía gobernaba. Vi los salones dorados, y vi los leones de oro que están sentados junto al trono y agitan sus colas. En el salón del trono vi unas aves, adornadas con piedras preciosas sobre los árboles de oro y plata, que abren el pico y cantan. El basileo me dio un anillo. Mi padre era un pariente lejano suyo, ¿sabe? Pertenezco a la familia de los Phokas. Más tarde me casé con un Cantacuzeno. Mi marido también estaba emparentado con la familia real.

—Ah —dijo él, como si estuviera muy impresionado, como si esos nombres de la aristocracia bizantina tuvieran realmente algún significado para él.

Pero yo sabía bien que seguía tratándome con condescendencia. Un emperador destronado ya no es un emperador, y los méritos de una aristocracia caída son poco deslumbrantes.

Y ¿qué podía importarle que yo hubiera estado en Constantinopla a él, que también había estado allí, de paso hacia el fabuloso AEgyptus? El único gran viaje que yo había hecho en mi vida era una simple escala para él. Su cosmopolitismo me humillaba. De eso se trataba, ¿no? Él había estado en otros continentes, otros mundos, ¡AEgyptus! ¡Nova Roma! Él podía elogiar cosas de nuestra capital, sí, pero su tono daba a entender que en realidad la consideraba inferior a la ciudad de Roma e inferior también, quizá, a las ciudades de México y Perú, y otros lugares exóticos que hubiera visitado en nombre de César. El número y el alcance de sus viajes me dejaron anonadada. Allí estábamos nosotros, los griegos, encerrados en un reino en constante mengua y que, ahora, se había derrumbado completamente. Y allí estaba yo, la hija de una ciudad menor en la periferia de ese reino caído, patéticamente orgullosa de mi única visita a nuestra antes poderosa capital. Él en cambio era un romano; todo el mundo le abría las puertas. Si la poderosa Constantinopla de muros dorados era, simplemente, una ciudad más para él, ¿qué sería nuestra pequeña Venecia? ¿Qué era yo?

Le odié con más violencia que nunca. Deseé no haberlo invitado nunca.

Pero era mi huésped. Yo había hecho preparar un maravilloso banquete con los mejores vinos y exquisiteces que era posible que incluso un romano muy viajado no hubiera probado en su vida. Obviamente, fue de su agrado. Bebió y bebió y bebió. Le subieron los colores, pero en ningún momento perdió el control, y hablamos hasta muy entrada la noche.

Debo confesar que me dejó estupefacta con la amplitud de miras de su mente.

No era un simple bárbaro. Había tenido un tutor griego, como lo habían tenido todos los romanos de buena familia durante más de mil años. Un sabio anciano ateniense llamado Euclides fue quien llenó la cabeza del joven Falco con poesía, teatro y filosofía, lo había iniciado en los matices más sutiles de nuestra lengua y le había enseñado las ciencias abstractas en las que siempre hemos sobresalido nosotros, los griegos. Así que ese procónsul estaba familiarizado no sólo con disciplinas romanas como la ciencia, la ingeniería y el arte de la guerra, sino también con Platón, Aristóteles, con los dramaturgos y los poetas, y con la historia de mi estirpe desde el tiempo de Agamenón…, de hecho era capaz de disertar sobre todo tipo de cosas, sobre algunas de las cuales yo sólo tenía referencias pero no conocía en profundidad.

Habló y habló hasta que yo ya no pude seguir escuchándole, y aún entonces continuó. Y por fin —estábamos en mitad de la noche y los buhos ululaban en la oscuridad—, le tomé de la mano y lo conduje a mi cama, aunque sólo fuera para silenciar aquel flujo de palabras que brotaba de él como los torrentes del mismo Nilo de AEgyptus.

Encendió una vela en el dormitorio. Nuestras ropas cayeron perdiéndose en la penumbra.

Me tomó y me tendió sobre la cama.

Nunca antes me había amado un romano. En el instante previo a que me abrazara tuve un nuevo arrebato de feroz desprecio hacia él y toda su estirpe, pues estaba convencida de que en ese momento afloraría toda su innata brutalidad, que toda su elocuencia filosófica había sido una pose y que ahora iba a poseerme de la forma en que los romanos habían tomado posesión de cualquier cosa que les hubiera salido al paso a lo largo de quince siglos. Él me sojuzgaría, me colonizaría. Él iba a ser ordinario, violento, torpe; pero haría lo que le viniera en gana, como siempre habían hecho los romanos, y después de eso, se levantaría y se marcharía sin una palabra.

Estaba equivocada, como lo había estado en todo lo demás respecto a aquel hombre.

Es cierto que su estilo era romano, no griego. Es decir, en lugar de insinuarse de alguna forma artera, ingeniosa, sutil, fue sencillo y directo, pero de ninguna manera torpe. Sabía lo que había que hacer y lo hizo. Y las cosas que tenía que aprender, como las hay para cualquier hombre que está por primera vez con una nueva mujer, sabía identificarlas y sabía cómo aprenderlas. Entonces comprendí lo que querían decir las mujeres al afirmar que los griegos hacían el amor como poetas y los romanos como ingenieros. Y de lo que me di cuenta en ese momento, es de que los ingenieros tienen muchas virtudes de las que carecen la mayor parte de los poetas, y de que, así como un ingeniero puede ser capaz de escribir hermosos versos, ¿no te lo pensarías dos veces antes de cruzar un puente que hubiera sido diseñado o construido por un poeta?

Nos quedamos en la cama hasta el amanecer. Reímos y hablamos cuando no estábamos abrazándonos.Y después de no dormir, nos levantamos desnudos, nos fuimos a los baños y nos lavamos en medio de un gran júbilo. Y, todavía desnudos, salimos a recibir el dulce y rosado amanecer. Permanecimos de pie, uno al lado del otro, sin decir una palabra, observando el sol salir de Bizancio e iniciar su periplo diurno hasta Roma, hacia los territorios que bordean el mar Occidental, hacia Nova Roma, hacia la remota Catay.

Nos vestimos y desayunamos vino, queso e higos. Luego mandé ensillar unos caballos y lo llevé a hacer un recorrido por la finca. Le mostré los olivares, los campos de trigo, el molino con su arroyo y las higueras cargadas de fruta. El día era cálido y hermoso. Las aves cantaban y el cielo estaba despejado.

Más tarde, cuando comimos en el patio contemplando el jardín, dijo:

—Éste es un lugar maravilloso. Espero, cuando sea viejo, poder retirarme a una propiedad en el campo como ésta.

—Seguramente habrá más de una en tu familia —dije yo.

—Varias. Pero creo que ninguna tan plácida. Nosotros, los romanos, nos hemos olvidado de vivir apaciblemente.

—Mientras que nosotros, al ser una estirpe en decadencia, podemos permitirnos el lujo de un poco de tranquilidad, ¿no es así?

Me miró con extrañeza.

—¿Os consideráis una estirpe en decadencia?

—No seas falso, Quinto Pompeyo. No tienes por qué adularme ahora. Por supuesto que lo somos.

—¿Porque ya no tenéis el poder imperial?

—Por supuesto. Hace tiempo venían a nosotros embajadores desde lugares como Nova Roma, Bagdad, Menfis, Catay. No a Venecia, quiero decir a Constantinopla. Ahora los embajadores sólo van a Roma. Los únicos que visitan las ciudades griegas son los turistas. Y los procónsules romanos.

—Qué extraña es tu manera de ver el mundo, Eudoxia.

—¿Qué quieres decir?

—Equiparas la pérdida del Imperio con la decadencia.

—¿No lo harías tú?

—Si le ocurriera a Roma, sí. Pero Bizancio no es Roma. —Ahora me miraba con gravedad—. El Imperio Oriental fue una locura, una distracción, un gran error que, por alguna razón, se prolongó mil años. Nunca debería haber ocurrido. La responsabilidad de gobernar el mundo fue otorgada a Roma: nosotros la aceptamos como nuestra obligación. En primer lugar nunca hubo ninguna necesidad de un Imperio Oriental.

—¿Quieres decir que todo fue un terrible error de Constantino?

—Exactamente. Entonces Roma atravesaba una mala época. Incluso los imperios tienen fluctuaciones. También el nuestro. Habíamos contraído demasiadas obligaciones financieras y todo estaba tambaleándose. Constantino tenía problemas políticos en su patria y demasiados hijos problemáticos. Creyó que el Imperio era poco flexible e imposible de mantener unido, así que construyó la capital oriental y dejó que las dos mitades se distanciaran. El sistema funcionó durante un tiempo. Está bien, lo admito, durante cientos de años. Pero cuando el este se olvidó del hecho de que su sistema político había sido fundado por romanos y empezó a recordar lo que de verdad fue Grecia, su muerte se hizo inevitable. Un Imperio griego es una anomalía que no puede sostenerse en el mundo moderno. Ni siquiera pudo sostenerse mucho tiempo en el mundo antiguo. La misma expresión es una contradicción en los términos: imperio griego. Agamenón no tuvo ningún imperio, tan sólo era un jefe tribal que a duras penas consiguió hacer sentir su poder a veinte kilómetros de Micenas. ¿Y cuánto duró el imperio ateniense? ¿Cuánto tiempo se mantuvo unido el reino de Alejandro después de su muerte? No, no, no, Eudoxia. Los griegos son un pueblo maravilloso. El mundo entero está en deuda con ellos por sus numerosos y grandes logros, pero la construcción y el mantenimiento de gobiernos a gran escala no es una de sus habilidades. Y nunca lo ha sido.

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